Cuin estaba
acostumbrada a tratar siempre con hombres importantes, o por lo menos eso
pensaban ellos, directores de grandes empresas que ofrecían a Cuin y a todo su
Imperio sus servicios, que intentaban venderle sus productos. Llegaban en
grandes coches de lujo, cristales tintados, elevalunas eléctrico, cierre
centralizado, radio-cassette incorporado y aire acondicionado gratis. Venían
siempre acompañados de 77 asesores y de 2 asesoras. Se hospedaban en grandes hoteles
de lujo, con servicio de habitaciones y mini bar y aunque Cuin les despachaba
en unos minutos, ellos prolongaban la estancia en la ciudad una semana, con lo
cual los gastos normalmente solían duplicar y hasta triplicar, en el mejor de
los casos, a los ingresos que generaban aquellas visitas, pero a ellos no les
importaba, se quedaban con los ingresos y los gastos los endosaban al fisco de
sus respectivos países. A Cuin esto no le hacía mucha gracia, ya que muchas de
las empresas que utilizaban este sistema pertenecían a su gran Imperio.
Cuin dedicaba toda la
mañana a recibir a estos grandes empresarios, veía a unos 15 de ellos todos los
días, aunque a ella le parecía que veía al mismo 15 veces. Todos tenían el
mismo aspecto, traje gris corbata azul, traje azul corbata gris, zapatos
negros, calcetines negros, siempre zapatos y calcetines negros. Media sonrisa
falsa en una cara redonda y generalmente rojiza, con barrigas que presumían
haber adquirido a base de buen comer y beber y hablándole como si le estuvieran
haciendo un favor, y además, y esto le irritaba especialmente, no entendía muy
bien por qué siempre le tenían que enseñar sus calvas coronillas cuando se
inclinaban ante ella, y eso que Cuin no destacaba principalmente por su
estatura. Cuando Cuin asistía a estas reuniones le entraba una sensación rara,
realmente rara, que recorría todo su cuerpo, que le hacía estremecerse y
acordarse, maldiciendo, de su educador de la niñez, por enseñarle a imaginarse
a sus interlocutores desnudos, para así reafirmar su autoestima y poder ante
ellos, huy, que escalofríos le entraban.
Ella, que se cambiaba de vestido y sombrero cada vez que recibía a alguien, Ella que tenía más pares de zapatos que habitantes su Imperio, que siempre procuraba ser la más bella, con el trabajo que eso conllevaba debido principalmente a su edad. Ella, que prácticamente era la dueña de las empresas de todos los que por allí pasaban, no tenía por qué asistir a tan espantoso hecho visual un día tras otro. No sabía por qué no se fijaban más en las dos asesoras que solían llevar, siempre tan bellas, con vestidos diferentes cada día y siempre con una amplia y preciosa sonrisa, remarcada por un maquillaje que realzaba también ojos, nariz y labios.-A partir de ahora sólo las recibiré a ellas-, comunicó a su jefe de gabinete, -pásalo-, concluyó.