Diez días tardé en llegar a París, allí deambulé por sus
calles de día, pero sobre todo de noche, para no tener que aguantar la
insoportable presencia de mi sombra. Contacté con todas las organizaciones
dedicadas a la trata de blancas con sucursal en Francia, porque Moira, aunque
no era rubia y aunque a veces lo fuese, sí era blanca, pero ninguna de esas
organizaciones, ni supo ni quiso darme ningún tipo de información sobre ella. Recorrí cada
rincón de París, rincones turbios y oscuros, como una sombra de mi sombra, un
espectro desesperado en busca de Moira, pero ella no estaba, ni daba signos de
que fuera a estar o de que hubiera estado.
Después de cinco días por la capital francesa, deprimido,
asustado, cansado, aburrido y medio arruinado, acudí a la embajada española
para solicitar información y pedir que me repatriasen a Madrid en el primer
vuelo disponible, ya no podía más. Los funcionarios de la embajada, primero me
miraron con asco, luego con incredulidad y después de decirme que Moira estaba
perfectamente y en Madrid, me dieron una patada en el culo echándome de allí
sin más explicaciones. Mi sombra evidentemente quiso salir corriendo para
reencontrarse con Moira, pero nuevamente sus planes se vieron frustrados.
Devolví
el coche en el aeropuerto Charles de Gaulle y saqué un billete para Madrid,
tuve que esperar doce horas allí hasta poder coger el primer avión con plazas
libres. En esas doce horas llamé doce veces al número de teléfono de mi casa en
Madrid, donde se suponía estaba Moira desde hacía quince días, el mensaje que
recibía siempre era el mismo, -el teléfono al que usted llama no existe- No
sabía cómo sentirme, alegre o triste, ilusionado o confundido, lo que sí que
sabía era que estaba hecho polvo. Me tomé doce whiskies y una tabla surtida de
quesos franceses, que fue lo mejor de todo aquel maldito viaje, mi sombra ni
tomó whisky ni probó el queso.
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