domingo, 27 de septiembre de 2015

Caperucita nunca será devorada (III)

         Cuin estaba acostumbrada a tratar siempre con hombres importantes, o por lo menos eso pensaban ellos, directores de grandes empresas que ofrecían a Cuin y a todo su Imperio sus servicios, que intentaban venderle sus productos. Llegaban en grandes coches de lujo, cristales tintados, elevalunas eléctrico, cierre centralizado, radio-cassette incorporado y aire acondicionado gratis. Venían siempre acompañados de 77 asesores y de 2 asesoras. Se hospedaban en grandes hoteles de lujo, con servicio de habitaciones y mini bar y aunque Cuin les despachaba en unos minutos, ellos prolongaban la estancia en la ciudad una semana, con lo cual los gastos normalmente solían duplicar y hasta triplicar, en el mejor de los casos, a los ingresos que generaban aquellas visitas, pero a ellos no les importaba, se quedaban con los ingresos y los gastos los endosaban al fisco de sus respectivos países. A Cuin esto no le hacía mucha gracia, ya que muchas de las empresas que utilizaban este sistema pertenecían a su gran Imperio.

       Cuin dedicaba toda la mañana a recibir a estos grandes empresarios, veía a unos 15 de ellos todos los días, aunque a ella le parecía que veía al mismo 15 veces. Todos tenían el mismo aspecto, traje gris corbata azul, traje azul corbata gris, zapatos negros, calcetines negros, siempre zapatos y calcetines negros. Media sonrisa falsa en una cara redonda y generalmente rojiza, con barrigas que presumían haber adquirido a base de buen comer y beber y hablándole como si le estuvieran haciendo un favor, y además, y esto le irritaba especialmente, no entendía muy bien por qué siempre le tenían que enseñar sus calvas coronillas cuando se inclinaban ante ella, y eso que Cuin no destacaba principalmente por su estatura. Cuando Cuin asistía a estas reuniones le entraba una sensación rara, realmente rara, que recorría todo su cuerpo, que le hacía estremecerse y acordarse, maldiciendo, de su educador de la niñez, por enseñarle a imaginarse a sus interlocutores desnudos, para así reafirmar su autoestima y poder ante ellos, huy, que escalofríos le entraban. 
     
       Ella, que se cambiaba de vestido y sombrero cada vez que recibía a alguien, Ella que tenía más pares de zapatos que habitantes su Imperio, que siempre procuraba ser la más bella, con el trabajo que eso conllevaba debido principalmente a su edad. Ella, que prácticamente era la dueña de las empresas de todos los que por allí pasaban, no tenía por qué asistir a tan espantoso hecho visual un día tras otro. No sabía por qué no se fijaban más en las dos asesoras que solían llevar, siempre tan bellas, con vestidos diferentes cada día y siempre con una amplia y preciosa sonrisa, remarcada por un maquillaje que realzaba también ojos, nariz y labios.-A partir de ahora sólo las recibiré a ellas-, comunicó a su jefe de gabinete, -pásalo-, concluyó.

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